Cansancio





Con la punta del imperdible
que intenta atrapar
la pestaña de arriba con la de abajo
rompo las ligaduras que me amarran a este día
de perros.
A este día
de pieles zurcidas,
viejas aniñadas,
e informes mal archivados.

El sueño me ha invitado a reducirme
a un amasijo de respiraciones
enredadas
en recuerdos confusos
en blanco y en negro.
Gris es la realidad, las peliculas
que proyecto en mi cabeza
cada noche son blancas y negras
y azules son los dedos
fuera del refugio
de la colcha protectora.

Cada silencio que me acuna
escupe lava ardiente de poemas
que cicatriza entre mis colmillos
y se hace roca de madrugada,
una alfombra
sudorosa en mi lengua,
tapizándome de asfixias
y sobresaltos
cuando sin querer despierto
miles de veces
por pesadilla.

Cada voz que no puedo escuchar
es un mosquito escapado
del falso verano
del día
que pasó con el peso
increíble y morboso
del calor de las estufas
eléctricas.

El humo salió huyendo entre gemidos
al abrir la ventana,
antes de acostarme ,
aplastando con los pies
versos olvidados
malparidos
e incompletos
en el cenicero.

Huelo a la fiambrera del día siguiente
y si me duchara ahora mismo
el agua sería un caldo de cultivo
para fonemas
abandonados.

Escribiría sin cesar hasta mañana,
hasta que el gato vuelva
a arrullarme
-como si mi cama fuese la luna
y no un barco naufragado-
orinándose en las macetas del patio
para marcar el territorio
como si fuera el suyo propio
en vez del reino húmedo y fértil
de las malas hierbas
que he permitido que me invadan.

Estaré esperando a que acabe el crujir
de todas estas canciones que respiro,
de todas estas palabras que mastico,
del caramelo de cristales
que me llena la boca
con sabores a óxido y pilas eléctricas
antes de dormirme,
enroscada en el tiempo de vigilia,
esperando,
esperando,
a que la noche me lleve a la orgía adecuada
donde beberme hasta perder la consciencia
y olvidarme del todo del día,
de la nada del día,
del día.

Amanece.

piedras

Cayeron de repente, salidas de la nada.

Nadie sabía de dónde, ni por qué.

Las primeras llegaron tímidamente. Abriendo boquetes circulares y ovales en los capós de los coches, en los tejados, en las cabezas despejadas de los viandantes.

Eran tan sólo una mera avanzadilla.

En apenas unas horas llegó el grueso de la tormenta. En manadas. En enjambres. En trombas. Era increíble, pero cierto. No eran meteoritos. Estaban lloviendo piedras, materializándose en medio del aire, a velocidades supersónicas. De todos los tamaños, de todos los colores, de todas las clases, de todas las formas imaginables. El estruendo de su llegada era inenarrable.

A algunos les cayó la lotería. Literalmente. No es lo mismo ser liquidado por un simple basalto de 10 kgs, que caer atravesado con precisión por una valiosísima y fina esmeralda en bruto. En bruto, literalmente.

Para todo, hasta para morir de una forma inexplicable y absurda, siempre ha habido clases.

Fueron varios días de inconstante tormenta pétrea, al ritmo irregular de una sesión de jazz improvisada. Música destructiva de petrificada solidez. Gota a gota, marejadada a marejada, en acordes y solos repiqueteantes.

Y, súbitamente: el silencio.

Tal como comenzó, terminó.

Sin una explicación, ni buena, ni mala.

Después...vinieron la invención del paraguas blindado y la profusión de afectados del Síndrome del Cuello Retorcido: a muchos les quedó la fijación de ir mirando permanentemente hacia arriba. La fundación de la Iglesia de la Santa Roca Volante, y la invasión de Corea del Norte por parte de los americanos - al perro de Bush se lo había cargado una llovizna de granates y rubíes. Si había que culpar a alguien por ello, estaba claro que tenía que ser a los rojos.

Me gustaría poder decir que todo cambió, que mi ciudad nunca volvió a ser la misma. Pero no. Fue tan sólo una de tantas historias extrañas a las que tener que adaptarse. Algo que digerir lo más rápido posible, para poder continuar con la regularidad de nuestras vidas instaladas en la rutina.

Pero desde entonces contemplo mi colección de minerales del mundo con una nueva perspectiva. Con ojos más abiertos. Con la puerta de la sospecha siempre entornada.

He forrado sus expositores y vitrinas con el mejor terciopelo rojo y negro que se pueda encontrar, para que se encuentren más a gusto.

Por si acaso. Sólo por si acaso.

Nunca se sabe.

reflejos

Porque el mar es el mar,
y el cielo
le devuelve casi siempre la mirada
con los ojos doloridos por la sal
que los fragmenta,

grietas del cristal del agua.



Porque la línea curva que los separa
no lleva intención de deshacerse...


No serán amantes, no, cuando reflejan tanto
el uno en el otro.


El cuadro







Había una vez un cuadro.


Colgaba de su alcayata, deseando que el polvo nublara suavemente sus colores.


Observaba la vida frente a él, pasando, veloz, demasiado veloz a veces para su quietud de objeto inanimado. Se fascinaba desde su sordera natural por los movimientos que dejaban estelas invisibles de ese aire que no podía percibir, que se moría de ganas de sentir sobre su tela.


El cristal que lo protegía no lo dejaba respirar.


Había una vez un cuadro. Un cuadro muy valioso.


Los mirones se congregaban frente a el, acosándolo con arrobamiento, con admiración, con odio, a veces incluso con envidia.


Estaba tan quieto, tan tranquilo... Era la imagen de la calma absoluta. Ni una brizna de viento le desordenaba las líneas, ni una sola mota de suciedad lo afeaba. Era un cuadro eterno, que describía la inmutabilidad infinita.


El cuadro, que no había tenido nunca un espejo delante, y que desconocía su propia imagen, no sabía ésto. Y sin que nadie se diera cuenta de ello, se iba poniendo nervioso por décadas. Sin saber quien era, y por qué estaba allí.



Un día, el cuadro desapareció de su sitio en el museo. Con la consiguiente conmoción para todos los círculos artísticos y culturales, y para todos sus admiradores.


A pesar de la intensa búsqueda por parte de la policía y de todos los detectives privados y cazarrecompensas del planeta, el cuadro no apareció. Hasta la fecha, nadie sabe qué ha sido de él.


Tal vez fuese robado.


Tal vez huyera, harto de tanta mirada incomprensiblemente excitada.


Tal vez se viera reflejado en la lente de alguna cámara clandestina introducida en el museo y, al descubrir su propio rostro, implosionara.



O tal vez, sólo tal vez....una pequeña mosca temeraria hubiera logrado sortear todas las medidas de seguridad , para posarse en su rostro impoluto, y despertarlo de su letargo, como a la bella durmiente del cuento.


Me gusta imaginar que así fue, que ese cuadro se encuentra ahora mismo recuperando el tiempo perdido, dejándose moldear por los elementos, besar por el viento, lamer por la lluvia, abrasar por el sol. Al descubierto, por fin. Vivo.

un día cualquiera

Porque mis jueves son iguales a mis martes,
-gris oruga de mil patas de minutos
que se persigue a sí misma, interminable,
royendo laberintos en mis sesos-
floto así, momificada en mi rutina.


Una mañana, espesa como todas las otras,
aún borracha del licor destilado de noche y luna,
asaltaré, pecho al descubierto, las mazmorras
del castillo de naipes en que juegan mis dudas…


Será un día cualquiera, y, sin embargo,
los insectos recordarán el sabor de mi carne,
-justo entonces, inesperados.
Y mis piezas mutiladas se pondrán a la venta
en perfectos paquetes cerrados al vacío,
y arrojados como dados sobre los estantes
de las tiendas y de los supermercados.


Cuando, en otro día indefinible,
se den todos mis trozos por vendidos,
la oruga de mi tiempo gris se hará mariposa
buscando otra vida en la que posarse.
Pero no seré yo nada, nadie, ya:
una compra apresurada que se pudre en tu nevera,
y que sacarás o tirarás,
un día cualquiera.



Teléfono



Encontraste su número, escrito en el pedazo amarillento de un sobre vacío, limpiando viejos papeles. Lo miraste, al principio, sin reconocerlo. Hasta que, de repente, el recuerdo cayo con pies de astronauta en tu planeta, levantando una pequeña polvareda.

Te quemaste los dedos y lo soltaste….Cayó boca arriba, mirándote con rabia.

Con cuidado infinito, usando las uñas como pinzas, lo pusiste en la pila del “quizás”, para observarlo y ver si vivía o moría al calor mortecino de la lámpara de la mesita.

No se desvaneció.

Pasados dos días, vista su resistencia a evaporarse, te decidiste a usarlo con cautela, no fuera a ser que estuviera demasiado agitado y te mordiera en un descuido…

Las teclas del teléfono al golpearlas suenan a escalofríos, se clavan en las yemas de tus dedos como aguijones electrificados.

El cable del teléfono enroscado en tu lengua, las orejas como dianas, colgadas en el silencio, esperando el dardo de un sonido…

Uno, dos, tres timbrazos como guiones horizontales, que te escupen a hipos.

Clic: “¿Diga?... ¿Dígame…?... ¿Quién es?...Hola…hola…”

Dejas caer el auricular, que se desnuca contra el borde de la mesa, impertérrita.

Cuelgas con dos dedos el cadáver del auricular en su sitio. Te los limpias en la pernera del pantalón.

El número te sigue mirando burlón desde la mesita. Los ochos con ojos como platos, los seises mostrándote un dedo, los doses doblándose de risa…

No puedes permitir que queden testigos.

Los peces de colores, siempre dispuestos, acaban con los pedacitos en un par de besos voraces. Es bastante posible que no pasen de esta noche, les acabas de alimentar con uno de los venenos más fuertes que existen. Pero ellos no lo saben, y a lo peor sobreviven.

Riiing. El teléfono sigue vivo…mierda.

Ha ocurrido lo peor. Su teléfono tiene más memoria que el tuyo….

Pero no, no vas a cogerlo. No volverás a montar otro número de esos.

Vuelo, "Ícaro"






Si las alas que no me sostienen
pudieran rozarte con su plumaje marchito,
caerías tú también, bajo el sol que me deslumbra
sesgadamente, sólo de reojo.

Si consiguiera que el volar de mis palabras
aleteara en el espacio oscuro y difuso
que se parapeta armado hasta los dientes tras tus ojos,
tal vez mi voz secara de tu frente
el sudor de plomo de tus tristezas.

No entiendo como es posible que mi vuelo
así fracase, que no te rescaten mis sonrisas.
Doy lametazos a mis muñones, en mi furia,
y me atraganto en mi sangre repleta de plumas.

Güiski, mujeres y balas

Sentado, junto a una montaña de balas, en un punto que roza el desierto de Arizona, hay un hombre. Lo llamaremos John Smith. Por una parte, por mantener el anonimato. Por otra, porque su nombre es aún más insulso que “John Smith”, y en este punto inicial del relato las expectativas del lector son demasiado importantes como para ofrecerle poco que esperar de un inicio insulso, y que deje de leer inmediatamente.

Pues bien, un hombre, al que llamaremos John Smith, se halla sentado en un punto lindante con el desierto de Arizona, a la sombra de una montaña de balas de heno.
( Esto tampoco lo habíamos dicho antes, esperamos que con ello no se pierdan definitivamente las ganas de seguir leyendo) John Smith contempla el horizonte, amarillo y pelado como una inmensa piel de pechuga de pollo casi sin plumas . Está chupando una brizna de paja, el consuelo del adicto a chupar sin cantina a la vista.

El polvo se levanta del suelo en nubarrones ocres, ensuciando con una fina capa los resecos matorrales. Un arbusto volador pasa contoneándose y girando ante sus ojos, cruzando el desértico camino como una moza cimbreante y sensual. John Smith, con los ojos entornados y chupando su pajita, piensa en curvas, en medio de ese horizonte asexual, plano e insulso. Hay que ser un hombre de Verdad, con V, para seguir imaginando mujeres incluso en el territorio más yermo, liso y desprovisto de hembras, como ese en el que ahora está. Pues bien, John Smith es un hombre de Verdad (nótese el uso correcto de la V mayúscula en su caso)

De pronto, un ruido aleteante le distrae de sus pensamientos, alterando con líneas discontinuas transversales su curvilíneo y monotemático discurrir. John Smith es hombre de pocas palabras, y de aún menos pensamientos. Más bien actúa. Así que sin pensar, se gira para ver un retazo de papel amarillo atrapado entre el suelo y la pila de balas. Todavía sin nada en la mente, alarga una mano y coge el papel., tan solo un fragmento rasgado arrancado por el viento de quien sabe Dios donde...Lee (Sí, aunque no muy bien, sabe leer, porque si no esta historia no tendría sentido) Lee, despacio, moviendo los labios a la vez que procesa las letras:

Güiski K... (y esa esquina esta rota)
Para el hombre de V...
¡Bébelo!
Las mujeres acudirán a ..
Como si f....

Esto es lo que lee John, por el capricho de las palabras incompletas que quedan en ese fragmento.

John Smith piensa... se exprime las neuronas adormecidas…¿hombre de V? Ni el mensaje, ni al parecer el güiski son para él, el es del pueblo de Yellowdust. Malas suerte, le gusta el güiski. O, ¿hay que beberse al hombre de V..para que las mujeres acudan a...? ¿Dónde? ¿Cómo si F..? Cuando las mujeres están como si F no hay quien las aguante, es mejor cuando estan F...¿no?

No, John Smith no sabe lo que es un hombre de V, ni un anuncio. Lástima no poder ayudarle...dan ganas de que esto sea un guiñol y no un relato ¿no es cierto? Pero acabemos la historia.

Al final John decide que no vale la pena pensar más. Tal vez el mensaje sea importante para ese hombre de V, o para alguien más. Pero conteniendo cosas como hombres, mujeres, güiski y lo que le parece que puede ser la palabra que empieza con “f”, sólo puede traer problemas. Así que suelta el papel, deja que el viento se lo lleve a donde le parezca menester, y vuelve a recostarse contra las balas, chupando su pajita y con el sombrero calado hasta los ojos, dejando que el sol vuelva a sumergirle suavemente en su mundo de escaso esfuerzo de pensamiento.

Si ese hombre de V acertaba a pasar por allí –piensa antes de quedarse dormido- intentaría darle el mensaje sobre el güiski (tal vez compartiría), y preguntarle dónde acudirían esas mujeres con ganas de f....



extraño pero ficticio

Ernesto Lanjón tenía un problema, hacía ya algún tiempo.


Su mente siempre llegaba a los sitios algo más tarde que su cuerpo. No importaba cuanto tratara de evitarlo, se descubría una y otra vez donde no estaba. Por ejemplo, su cuerpo estaba ya en la acera de enfrente, y su pensamiento seguía detenido, esperando el cambio de luz del semáforo.


Los ascensores le resultaban particularmente desconcertantes. Ernesto se bajaba ya en el quinto piso, y su mente aún estaba en la planta baja, regodeándose en la forma caprichosa de algún desconchón de la pared.


La gente no lo entendía y creían que era un maleducado, pero eso era tan sólo porque no se tomaban la molestia de esperar los pocos minutos que tardaba en llegar a donde se suponía que ya estaba, y responder a sus saludos. Cosa que siempre hacía, era un tipo muy preocupado por el que dirán y no le gustaba buscarse razones con nadie, menos aún por no entregar un simple “hola” o un rápido “hasta luego”, artículos de poco esfuerzo y por lo general gratuitos. Aún así, malgastados en su mayoría en el espacio vacío donde sólo un instante antes había habido otra persona.


El día en que Ernesto murió, no se dio cuenta. Su mente seguía tranquilamente tomando café mientras los sanitarios intentaban reanimarlo sobre la calzada.


Hay quien piensa que ese día, precisamente ese día, Ernesto decidió no alcanzarse. Y que continuó estando vivo, eternamente, aunque nunca más fuera capaz de atarse los cordones de los zapatos, ni de de devolver gratuitos e insípidos saludos.


?

Como un hermano, como un amigo,
ese semicírculo que emerge
con claridad en medio del caos
irguiéndose sobre un punto
en precario equilibrio suspensivo
preguntando...


La respuesta adecuada, abro de golpe el cajón
donde te encerré para buscarla
y todo, todo, cae hasta el suelo.
Estruendosamente.
Cucharillas, sapos y cestos,
enredados en lenguas de trapo,
rocas, dientes y manuscritos.


Sí, sin duda esto es amor.
Innegablemente.


Y yo, sólo quiero bajar mi mano por tu espalda
hasta el punto en que la piel se acaba
y llega el estremecimiento.


Sí, sin duda.
Esto es amor, no hay más preguntas.


El símbolo hermano se acuesta a mi lado,
guadaña que corta el hilo de razón
que me quedaba por romper,
y me deslizo sin esfuerzo a esta locura.


Alicia en el país de la pesadilla







Me llamo Alicia. Cuando era niña perseguí a un conejo blanco hasta un mundo extraño y maravilloso en el que corrí grandes e increíbles aventuras. También viajé a través del espejo de mi cuarto y viví nuevas historias fantásticas. Por eso, hay gente que se acuerda de mí, a ambos lados de tan famoso espejo. Tal vez tú me reconozcas, donde quiera que estés. Tal vez no.

Pero crecí, he crecido. Mi padre me buscó un buen marido, un hombre acomodado que pudiera darme todos los caprichos de mi imaginación. Y creedme, esos son muchos, aunque se supone que con la edad se pierde gran parte de la fantasía, o al menos eso es lo esperable. Paul, mi marido, y también mis padres, así lo deseaban. Pero, contraviniendo a lo que se suponía normal, y no siguiendo el ejemplo de mi hermana mayor, modélica ama de casa y madre de tres niños moderadamente bien educados, aquí sigo con mis fantasías, digámoslo así, infantiles. Aún mantengo charlas con mi gato y persigo sombras entre los árboles, en busca del conejo blanco de mi niñez. Mi marido, por fortuna, es un buen hombre. Siendo yo tan extravagante como soy, no creí al principio que alguna vez llegara a comprenderme, pero aunque yo no lo supiera por entonces, todo el mundo es ligeramente extravagante, y él no es una excepción. Sus manías me recordaron algunos episodios del país de los naipes, y encontré la coincidencia tan divertida, que acabé‚ cogiéndole un gran cariño, que respondía a su adoración por mí.

Pero yo soy Alicia, y eso implica problemas. Todo el mundo puede querer a Alicia, pero ella es inestable, y por lo tanto hay que compartir esa inestabilidad para seguir el movimiento irregular de sus ondas mentales y físicas. Ser Alicia no es fácil, tampoco. Se presupone un egoísmo infantil y auto-conservador que pocas Alicias logran preservar hasta la edad adulta.

Y ahora os voy a contar la última de las aventuras que me han ocurrido. Concierne también a Paul, mi pobre marido. Es la primera vez que mi fantasía afecta también a otra persona, y por mi causa es él quien está escribiéndoos estas líneas, en busca de una urgente ayuda. Y es que las aventuras de los adultos son mucho más peligrosas que las de los niños, y los cuentos para mayores no han de tener necesariamente un final feliz. Las hadas y los milagros prefieren rondar las historias infantiles, y dada mi posición, nuestra posición, querido Paul, lo encuentro ciertamente injusto. Y tú también, querido Paul debes encontrarlo así. Y es que me querías, y ese fue el problema. Me abriste la puerta de tu corazón. Entre encantada, feliz de estar ahí, contigo, y emocionada ante la aventura que me esperaba en tan misterioso mundo. Pero, ­¡Ay! no me di cuenta de que la puerta se cerraba a mis espaldas.


Al principio fue agradable. Me sentía como una joya única acariciada por el terciopelo suave y rojo de las paredes de tu corazón-joyero. Pero no sabía que aquello era también como estar en un sótano húmedo y con olor a antiguo y cerrado. Ni siquiera me percaté de que no había una ventana que pudiera abrir para que entrara el aire fresco, y mucho menos un teléfono o un buzón de correos que dejara entrar y salir la voz del mundo que había allí afuera.

No sé si fue culpa de la humedad, o si el no tener nada más que hacer me engordó la frente, pero crecí. Al principio pensé‚ que todo iba a tener un fácil final, como me había ocurrido años atrás, que aparecería un mágico antídoto que me devolvería a mi tamaño normal. Pero no fue así, sino que me hice enredadera, hiedra en pecaminosa expansión. Y empecé a notar la seda encendida de tu carne rozándome el pelo, los hombros... Entonces me senté para pensar un poco. Y estuve así mucho tiempo, agarrada a mis propias rodillas, deseando poder recordar donde estaba la puerta antes de que se hiciera demasiado tarde, llorando a medias para no inundar el pequeño hueco que aún quedaba. Culpándome por crecer así, sin razón ni medida, sin remedio.

Pedí ayuda en susurros, pero nadie salvo tú podía oírme. No recibí ninguna. Tu estabas tan contento de que siguiera ahí, que no notabas mis hipos apagados cuidadosamente para no estremecer las paredes de mi precario habitáculo. Pronto, no quedo espacio ni para desperezarme, ni mucho menos para caminar. No había sitio para estirar las piernas, ni para quitarme las legañas de los ojos, y mi pelo crecía presionando la cúpula de mi pequeño santuario. Demasiado tarde para hallar una salida. Y llegó el punto en que no pude moverme ni un milímetro, pues tu pobre corazón corría el riesgo de partirse conmigo dentro.


No hace mucho te pedí permiso para dejar "mi" lugar, por si eran las palabras la llave que abriera la oculta cerradura, pero tu congoja me apretó tanto que decidí retractarme lo más rápidamente posible, para evitar la destrucción simultánea de nuestros cuerpos y espíritus.

Pero he de salir, cariño. He crecido. He crecido demasiado. Y no sé como, por que conjuro o magia puedo seguir respirando sin aniquilarte. Tal vez nunca debí haber entrado aquí. Tal vez eso era lo que debí hacer, o tal vez no. No es culpa ni tuya ni mía, pero a falta de un cabeza de turco mejor, acepto mi parte en el error, si eso sirve para algo.

Y aquí seguimos, atrapados, el uno dentro del otro, suspendidos en una inmovilidad obsesiva, en inútil espera de un conejo blanco. Pero yo, mi querido Paul, no voy a ser capaz de verlo, porque desde aquí nada se ve con claridad y lo blanco se tiñe de rosado. Tendrás que ser mis ojos, lo mismo que ahora eres mi mano. Y si tú no sabes encontrar al maldito conejo, o elegir el bebedizo correcto, o enfrentarte a la reina de corazones, no hay salida para ninguno de los dos, y las rosas blancas seguirán teñidas de rojo para mí y te cortará la cabeza una espada de cartón, y moriré atrapada entre tus naipes derrumbados.

Soy Alicia. ¿Alguien me recuerda ahí fuera? ¿Puede alguien ayudarnos? ¿Sabe alguien como dejar de ser Alicia?

Acechador nocturno

No puedo dejar de lamer
el rastro de tus huellas sobre el suelo:
la lengua se llena de miel y de barro,
de cristales rotos y colillas.
Duele, dulcemente.
Duele, fuerte, ¡demonios!

Pero no puedo dejarlo, soy adicto a ese sabor a derrota,
al sabor del no encontrarte,
del seguirte siempre, a la expectativa
para llegar al final a ningún sitio.
La marea se lleva estas sensaciones
ajenas a tus pies, que no se mojan,
que secos levantan nubes de polvo.

Barro al contacto con mi saliva goteante,
con los jugos que me hace despedir sólo el olerte,
tan cerca tu rastro y mis fosas nasales, jugueteando...
Soy la fiera nocturna, el acechador
de tu significancia,
estilita en mi torre vigía, oteando en el absurdo,
chorrean de mi lengua palabras sin sentido,
lentas, inexorables,
como estalactitas.

Te huelo aunque sea en vocales
o en silbidos. Te huelo entre las teclas,
bajo las páginas de publicidad de las revistas,
en los conductos
de ventilación del supermercado.

Te huelo y te sigo, no tengo otra opción
más que lamer tu rastro sobre el suelo:
colillas en mi lengua,
barro bajo mis manos sudorosas,
miel tu promesa para mi búsqueda hambrienta
de ángel de muerte,
cristales rotos que reflejan tu sangre.

Coro griego: Tánatos persigue a Eros.
Infructuosamente, para no alcanzarla nunca.