Nada

Poseo nada,

porque nada es lo que merezco.

Y me gustaría no sentirme así.

No ahora,

no con esta luz seca y rugosa que araña mis párpados

como el gato a la puerta de la habitación.

Los surcos son profundos y dolorosos

y dejan huellas indelebles

sobre las pantallas de noche que pretenden en vano protegerme

de la nada

que me envuelve,

amante omnisciente de límpido escalofrío.

La luz no me engaña, la visión no existe,

para mí.

Y los dedos son cómplices del duro engaño,

mienten para mí, sicarios de la falsedad,

como si sosteniendo la pluma me ayudaran

a sostenerme.

¡Qué engaño!

Las palabras son arenas movedizas

sobre abismos interplanetarios

blancos, puertas de atrás de agujeros negros,

por donde los poetas, indefensos, resbalamos.


Carta de una loca a su amigo muerto. (Death and the maiden)

El momento pasó
de repente,
con un aullido silencioso, con una
bocanada fría,
exhalando
hasta el último recuerdo.

Las horas, enfermas y mustias,
fueron
cenizas disueltas en brisa.
En polvo te convertirás, ahora que
la efervescencia
de la vida curó por fin tu mal,
ese de lo efímero,
dejando solo las llagas
sobre mis ojos,
y veneno purulento en las heridas.

Te has ido para ser lo que no eres,
te has ido para no ser
lo que una vez prometiste. Te has ido sin preguntar,
sin un sollozo o un colorido aspaviento.
Altivo como el ciervo en la montaña, resuena
tu garganta de saxo, reclamando
posesión
de un territorio baldío. Te has ido porque
buscabas
lo que no tenías, porque arañabas
lo nuevo, para no llegar a viejo
y enclaustrarte en un principio
desollador de promesas, vacío; te has ido
sin rumbo y sin importarte, sin dejar una nota en clave
de sol, ni siquiera de sombra mordisqueada
por la luz, ni unas lineas retornadas
a la pulpa blanca de algún folio. Te
has ido, arrancaste las páginas del
sumario, el índice y hasta el pulgar, y lo diste
de comer a las palomas. Y te has ido. Tenías
las muñecas enrojecidas y blancas
por esos grilletes de rabia, que se han quedado
aquí, huérfanos de cautivo, desconsolados
a los pies de tu perchero,
indecisos sobre si volverse guantes
o zuecos de tacón de aguja, metamorfosis
desesperante que, porque te has ido, no observarán
tus pupilas, aprendizas de tu genio.

El momento se fue contigo, sin tú
tomarlo, enquistado en la raíz
profunda de tu pelo, que sigue, a pesar de ti, creciendo.

Te has ido hasta allí, tan lejos
que no cabe ya el regreso.

El reloj de pared ha sufrido,
tras tu marcha, una sobredosis de
ansiolíticos, y el pájaro que cantaba
la rigidez de las horas cayó abatido
a golpes por las agujas, agitadas
e incoherentes.

Tú te has ido, y es el tiempo el que hoy se ha muerto.



poema risueño

Me río porque me río,
mirándome a mí misma, sin compasión.
¡Lo que hay que ver, tanto cuerpo
soportando a tan poca cabeza...!

Me río de mí misma. Algo bien sano.
¿Por qué me decís pues que estoy enferma
con frías voces de lija, que arañan mis ojos?
No me haréis llorar, no. Me río, ¡estoy TAN contenta!

Lapidarias, vuestras absurdas sentencias
cargo a mis espaldas con forma de N:
No entenderéis nada de lo que digo
aunque os lo grite, u os o lo deletree.

Peor para vosotros, yo me río.
Porque me río, ¿hace falta dar más detalles?
Porque sí, porque estoy contenta
y nada me parece tan trascendente






Estar lejos es estar en ninguna parte

“Lejos” pone en mi billete,
y mi maleta va cargada de secretos.
En el bolso, con mi pasaporte,
he guardado tu voz , azul, cristalina y redonda,
brillante canica de sonidos silenciados.

En volandas me han llevado los momentos,
secuestrada por las circunstancias,
a la gris estación de las despedidas,
donde los viajeros se deshilachan
en jirones de sombras pasajeras.

Las ondas expansivas
de los besos de nuestros adioses
me destrozan las entrañas.
Soy sólo una bolsa de retales de palabras,
un mar de líquidos derramados
que luchan por salirse por mis cuencas,
un abrazo sin un cuerpo al que agarrarse..

Si la alfombra roja del regreso
se despliega suavemente hasta tu puerta
-como lengua que se despereza,
o canción que muere lenta en un piano-
no te extrañes si golpeo suavemente:
no quisiera despertarte tan deprisa
que te encontraras ante mí desnudo,
anudándote la sorpresa a la cintura,
en súbito ataque de falso pudor.

Compraré muchos recuerdos nuevos
para darles de jugar a los leones
el día que por fin vuelva:
que nos dejen encontrarnos,
sin zarpazos que nos desenreden

Todo lo que existe lleva impresa una fecha.
Al menos, una...
Las idas arrastran a las venidas
en pesadas maletas blancas sin ruedas,
dejando surcos en el pasado
que seguir, tal vez, para llegar al mañana



En la mañana

En la mañana,
cucharillas con ruido de cascabeles
tintineando a mis espaldas.

Repiten los ecos del timbre de alarma
que saltó al escuchar de nuevo tu nombre
sin esperarlo.

Casual coincidencia de nombres que conviven
en universos disjuntos,
sin conexión aparente.

Tañidos de bronce en el aire crudo,
extrañado en la cadencia
que recibe de los labios.

Cristal de copas chocando, con las proas
encajadas en la nieve
que el sol no pulveriza.

Silencio, irreflexivo,
deslizado sin querer entre dos versos,
a vuelapluma, escritos sin pensarlo.


Buscando tontamente una rima






Rima, rima


down the lake


el poeta


down the lake


en su balsa


down the lake


aguas quietas


down the lake


repetidas


down the lake


yo y mi rima


down the lake


rema, rema,


down the lake


rima, rima,


down the river.



Cruzada

Me envuelvo en cruzadas imposibles
como en toallas de piel arisca.
Bailando entre esos cables pelados
me sumerjo, no sin miedo,
entre las chispas que besan mi cuerpo
y el remolino de inocuos vacíos
que las amotinan.

La venganza no tiene por qué alcanzarme:
vengo en son de paz, inagotables
mis ansias de ganar esta guerra
contra todo lo malo
lo repetitivo
lo constante
el dolor que te flagela,
aquello que puede dañarte.

Vengo en son de paz, muestro las palmas
luminosas y vacías a tus ojos.
Son ellos los que, llenos de arañazos
y lágrimas de sólida sangre,
luchan siempre por mirarlo todo en negro
y mi paso junto a ti como un peligro.


El reloj acosador




El reloj acosador
me persigue con sus manecillas
erectas, buscando pillarme desprevenida.

Como un exhibicionista, en cada rincón,
en cada pantalla,
me recuerda su presencia, por sorpresa.

Y me niego a mirarlo...

Pero ese tic me persigue.
Pero ese tac me acorrala.

Y cuando al fin me duermo, rendida
de tanto escapar de su rítmico acoso,
él me atrapa, -tic-tac- jadeante
con su lujuria de íncubo matemático.

Sus dedos dibujan arañas
de arrugas sobre mi cuerpo,
su lengua absorbe el color
de los tintes de mi pelo,
dejando mi mente en blanco
tanto como mis cabellos.

Y toda la tierra que piso
se me vuelve torbellino
dentro del reloj de arena
que estalla a diario sobre mis muebles
en polvo infinito de segundos muertos.

Árboles (Men in Trees 1)







Trepar a los árboles siempre nos causaba ese efecto de sentir tanta energía como nunca antes. Cada vez. Era una mezcla de pura alegría y placer morboso, el del terror desencadenado por la sorda y persistente idea de que alguien podía verte encaramado a las ramas y contárselo a tus padres. O, peor aún -más morbo todavía- quizá te haría bajar a pedradas o de un perdigonazo- la gente de campo, la de verdad, no se anda con chiquitas cuando se trata de defender su territorio.

Pero no nos importaban nada ni los castigos, ni el daño real que pudiera resultar de la aventura. Los árboles estaban allí, y esa era razón suficiente y justificada para que nosotros los escaláramos. Y el reto, claro. Saber que habíamos subido al árbol más arriba, más deprisa o con menos miedo que los otros. El auténtico juego era esa competición más bien desleal y egoísta. Porque la mayoría de las veces, los puntapiés y los manotazos eliminaban físicamente a nuestros adversarios, tanto amigos como enemigos, y de tanto en tanto conseguíamos el premio gordo: llegar a la cima, en contra de todas las normas y de todos los rivales, ser esta vez los mejores. Mirar al mundo desde arriba, temblando los brazos y las piernas por el esfuerzo y el placer. Estirar una mano de uñas sucias para casi, casi, tocar el cielo. Bajar del árbol con ramitas en los cabellos y arañazos en el cuerpo, satisfechos de nuestra nueva aunque efímera hazaña.

Al crecer, dejamos de trepar a esas ramas, y comenzamos a doblarnos dentro de los coches y a estirarnos dentro de las mujeres. Otro ejercicio, una nueva pero sin embargo vagamente familiar competición , no exenta de morbo.

El peligro de ser corridos a pedradas o a perdigonazos persisitía, así como la rivalidad de ser el primero en tocar el cielo, y dejar atrás a todos los demás. Pero ahora la antigua sensación venía aderezada con la posibilidad, al final, de correr-nos más que cuando éramos chicos.

En el fondo, no habíamos crecido, el juego era siempre el mismo. Y sin remedio, nos prestábamos a jugarlo una y otra vez, como lemmings arrastrados en masa hacia los acantilados, que, simplemente, se limitaban a estar ahí para nosotros.

Aquella tarde, Joanne Liebermore se había prestado, tal vez sin mucho conocimiento de ello, a ejercer de meta de la carrera de la noche. La camioneta de mi padre brincaba de alegría con sólo pensarlo, mientras ella acariciaba los mandos de la vieja radio, buscando su emisora favorita, y consiguiendo excitar más aún a la vieja máquina.

El crepúsculo avanzaba como una manta sobre la hierba seca, y en los arcenes se desperezaban los insectos nocturnos, planeando salir a hacernos compañía bajo los árboles resabiados de la niñez, sus copas solitarias y ahora abandonadas por nuestros deseos, que andaban en busca de aventuras más terrenales

Borrón y cuenta nueva

No quisiera ser ese borrón
al margen hostil de una historia siniestrada,
caída desde un barranco confuso
que no sabe a qué atenerse,
ni como pararla.

Desdoblaré la página marcada
como si fuera un ala al punto de vuelo,
elevando el triángulo hendido
en pirámide de fino trazo,
acariciada sin más por mis dedos.

No quisiera ser ese lamento
que desiste de cambiar de dirección
cuando las zanjas no respetan su paso recto
y lo empujan por zigzags desgarradores.

Silbando, me alejaré de unos bordes
afilados y rotos como llantos
de mujer despechada, sabiendo de sobras que el rumbo
que el viento me marca es más que acertado.
Sin mirar abajo.

Desearía no ser el borrón,
la cuenta nueva de tu cinto blanco
de mil estrellas, el comedor
de beneficencia de una boca desnuda
de misterios,
de promesas.


Playa Refugio

Un cuerpo blanco y de suaves vacíos,
un refugio en la tormenta, allí se ofrece
de par en par a tus labios

Pretendes ocultarte a ti mismo ese alivio
incontinente, que te brota sin quererlo
por los poros, aceitunado y rebelde.

Y te encaramas sin dudarlo a esas cornisas
curvas, resbaladizas, ajustando
tu peso al latido
recortado, bestial, del oleaje.

Al llegar a sus costas gratuítas
y preciadas, recuerda: eres tan sólo otro náufrago,
y la playa esta maldita, pero llena
de puntos dorados, la millonésima parte
de esa roca
que no te lastra ya, pesada, desde el pecho.

Y te sientes a salvo en Playa Refugio,
el balneario para el reposo
temporal , del infeliz
que no sabe rescatarse de sí mismo.


Brevísima no-historia de una persona

Basado en hechos irreales


Había una vez una persona que se encontraba perdida en el huracán de una vida que le resultaba tan extraña como irreal. Aunque todos los demás le dijeran que eso era lo normal, que no era cuestión de perderse en fantasías. Trabajar, dormir, ir al dentista, comprar leche y aceitunas...Eso era, según todos los sabios teóricos, vivir.

Pero esa persona enloqueció. No fue de repente, no. De manera fortuíta, una ventana comenzó, despacito, a abrirse para ella, mostrándole mundos asombrosamente complejos, inimaginables para los demás.

Y ella miró por la ventana abierta sin atreverse a cruzarla sin más o a buscar una puerta por la que entrar a explorar toda esa maravilla.

Hasta que una mano la agarró de los cabellos y la arrastró por un diminuto agujero de la pared. Tuvo que comprimirse, hacerse pequeña y flexible, romper unos cuantos huesos para poder pasar por ese canal tan estrecho. Pero la mano no la soltaba...

No fue cosa de un breve momento, no. Llevó su tiempo y a veces creyó sentirse atorada para siempre por todo ese volumen que se veía obligada a disminuír a la fuerza.

Un día, sólo quedó ya uno de sus pies, colgando del borde interno de la realidad, agitando los dedos en el aire, en gesto de despedida. Y un poco de sangre chorreando de los bordes de ese agujero, que no habían sido pensados para ser rozados por la piel desnuda e indefensa, y eran, por lo tanto, irregulares e hirientes.

Desapareció. Nadie más supo de ella. El agujero se cerró para siempre.

Toda esa gente que trabajaba, dormía, iba al dentista y compraba leche y aceitunas, la dio por perdida, sin mucho más que un pensamiento ocasional y un pestañeo fugaz de sus dormidas inconsciencias.