Aleixandrinos I-II-III

ÁNGELES DE LABIOS PARTIDOS: ALEIXANDRINO I

No, yo no creo ya más en los ángeles

ni en que me quieras así, como soy.

No espero imposibles hoy: bajo esta nube

los colores se desmayan, débiles y pálidos,

doblándose por las rodillas, disueltos en llanto,

como acuarelas salpicadas por las olas.



“No” Si alguien me pregunta negaré que te conozco,

nadie conoce a nadie: no mentiré, después de todo,

después de nada más que imaginarte

como quiero que seas, sin comprobarlo.



Los hilos de esta cuerda en la que me colgaste

van enganchándose en zarzas con cada verso

que no te escribo, que no te leo, que no te mando.

Tirantes como látigos, heridas que van por dentro,

como cortes de cuchilla en lo más hondo del labio.



“Labios partidos, sangre ¿sangre, dónde?”

No en mis mañanas descoloridas.

No en mis noches monotemáticas.

No en mis amaneceres salados.

Sólo donde muere el canto

que se me escapa a silbidos entre dientes rotos.







SUFRÍAN POR LA LUZ, ALEIXANDRINO II


Sufrían por la luz,

por la luz que los acometía

desde mil direcciones diferentes.

Robándoles minutos a sus noches,

agrietando los pilares de sus sueños,

rebelando sus escondrijos,

iluminando el negro de sus almas.



Labios azules en la madrugada,

por el frío de nieve de las palabras

que no creyeron pronunciarse nunca,

que no sentían más que desde dentro,

desde fuera, en frías gotas de luz.

Que traspasaban sus máscaras

mostrando lo más escondido

congelando, en cristales de nieve,

las sonrisas de sus caras.






LECHO NAVÍO, ALEIXANDRINO III



"Lecho navío, mitad noche, mitad luz"



En la mitad de la luz, surge la noche,

porque la noche a la luz la victimiza,

asfixiándola con sus negras manos de barro.



En medio del aparejo de cuerdas que gimen,

navío de luz, que zozobra en mi lecho.

Mitad de sombras, cubre el blanco de tus ojos,

reclamando, desde el negro de tu boca,

el aire pálido y breve de la mía.



Navío de alquitranadas tablas, que se quejan

por los golpes de las rodillas, descarnadas,

que agujerean las cubiertas con su embite.



Sombras en la niebla blanca, en la espuma de los dientes,

que las olas de los besos atan a mis costas.

Tsunami entre el vientre y los dedos,

maremoto desatado, de las puntas de mi pelo,

hasta las uñas de tus pies, tensados

para el inminente salto al infinto.




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