Árboles (Men in Trees 1)
Trepar a los árboles siempre nos causaba ese efecto de sentir tanta energía como nunca antes. Cada vez. Era una mezcla de pura alegría y placer morboso, el del terror desencadenado por la sorda y persistente idea de que alguien podía verte encaramado a las ramas y contárselo a tus padres. O, peor aún -más morbo todavía- quizá te haría bajar a pedradas o de un perdigonazo- la gente de campo, la de verdad, no se anda con chiquitas cuando se trata de defender su territorio.
Pero no nos importaban nada ni los castigos, ni el daño real que pudiera resultar de la aventura. Los árboles estaban allí, y esa era razón suficiente y justificada para que nosotros los escaláramos. Y el reto, claro. Saber que habíamos subido al árbol más arriba, más deprisa o con menos miedo que los otros. El auténtico juego era esa competición más bien desleal y egoísta. Porque la mayoría de las veces, los puntapiés y los manotazos eliminaban físicamente a nuestros adversarios, tanto amigos como enemigos, y de tanto en tanto conseguíamos el premio gordo: llegar a la cima, en contra de todas las normas y de todos los rivales, ser esta vez los mejores. Mirar al mundo desde arriba, temblando los brazos y las piernas por el esfuerzo y el placer. Estirar una mano de uñas sucias para casi, casi, tocar el cielo. Bajar del árbol con ramitas en los cabellos y arañazos en el cuerpo, satisfechos de nuestra nueva aunque efímera hazaña.
Al crecer, dejamos de trepar a esas ramas, y comenzamos a doblarnos dentro de los coches y a estirarnos dentro de las mujeres. Otro ejercicio, una nueva pero sin embargo vagamente familiar competición , no exenta de morbo.
El peligro de ser corridos a pedradas o a perdigonazos persisitía, así como la rivalidad de ser el primero en tocar el cielo, y dejar atrás a todos los demás. Pero ahora la antigua sensación venía aderezada con la posibilidad, al final, de correr-nos más que cuando éramos chicos.
En el fondo, no habíamos crecido, el juego era siempre el mismo. Y sin remedio, nos prestábamos a jugarlo una y otra vez, como lemmings arrastrados en masa hacia los acantilados, que, simplemente, se limitaban a estar ahí para nosotros.
Aquella tarde, Joanne Liebermore se había prestado, tal vez sin mucho conocimiento de ello, a ejercer de meta de la carrera de la noche. La camioneta de mi padre brincaba de alegría con sólo pensarlo, mientras ella acariciaba los mandos de la vieja radio, buscando su emisora favorita, y consiguiendo excitar más aún a la vieja máquina.
El crepúsculo avanzaba como una manta sobre la hierba seca, y en los arcenes se desperezaban los insectos nocturnos, planeando salir a hacernos compañía bajo los árboles resabiados de la niñez, sus copas solitarias y ahora abandonadas por nuestros deseos, que andaban en busca de aventuras más terrenales
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1 comentario:
Es un borradorcillo inacabado, disculpad los defectos.
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